La herencia de diciembre

Escribe Juan Carlos Argüello, jefe de Redacción de Misiones On Line 

¿Será diciembre una herencia trágica? ¿Será este mes en que comenzó a dar sus primeros pasos esta democracia que recién entra en la adultez, el elegido por quienes quieren agitar fantasmas para disfrutar de nauseabundos botines políticos como hienas carroñeras?

 

 

Aquellos duros días del último mes de 2001 que culminaron con el asesinato de cinco personas en medio de una brutal represión en el frustrante epílogo de De la Rúa presidente, parecen reeditarse cada año con brotes de violencia desperdigados por el país.  Córdoba es el ejemplo más cercano en el tiempo y más allá de las responsabilidades, llama la atención la saña con la que se manejaron los saqueadores ante la impunidad de las zonas liberadas por la revuelta policial. No fue un saqueo por el hambre, como podría justificarse hace once años.

 

 

Arrasaron con todo, como una plaga de langostas. Hicieron daño además de llevarse desde televisores hasta heladeras. Dejaron a comerciantes en ruinas con poco más que lo puesto para volver a empezar. ¿Símbolo de la desigualdad? ¿Bronca acumulada? Las motivaciones de tamaño desastre son materia de sociólogos.

 

 

Lo cierto es que en una provincia con un gobernador con aspiraciones de sentarse en el sillón de Rivadavia que acaba de ser ratificado en las elecciones legislativas de octubre, estalló un conflicto que desnudó la fragilidad de un gobierno que se publicita como el ejemplo para el país. El «ejemplo» ahora es una olla a presión.

 

 

Tarde, después de admitir que no tomó real dimensión del problema, José Manuel De la Sota logró un acuerdo con los policías amotinados, pero abrió la caja de Pandora a los reclamos de los demás empleados del sector público que quieren cobrar en proporción, lo mismo que lo ofrecido a los uniformados. Evidentemente, las grandilocuentes publicidades no alcanzan para tapar los números en rojo de la provincia mediterránea, ni la titubeante gestión de su gobernador, que, como suele hacer Mauricio Macri en Buenos Aires, apenas atinó a culpar a la Nación por sus problemas y a pedir ayuda a la madrugada a través de las redes sociales en un mohín casi adolescente que no se condice con alguien que pretende gobernar un país.

 

 

Lejos estuvieron los funcionarios nacionales de dar un mejor ejemplo. Aunque las formas no eran las correctas, en medio de la disputa dialéctica sobre la validez de un tuiter como mecanismo de diálogo, había miles de ciudadanos acorralados por el miedo. En momentos de crisis, las lecturas sobre las «pertenencias» políticas o la cantidad de votos deberían pasar a un miserable segundo plano.

 

 

Ni el Gobierno provincial ni el nacional dieron las respuestas adecuadas mientras se sucedía el conflicto que dejó un muerto. Hasta hoy no se sabe cómo recuperarán lo perdido quienes fueron saqueados y el miedo persiste en las calles cordobesas.

 

 

De todos modos, la Constitución expresa con claridad que la Nación no puede intervenir en una provincia sin la requisición de sus autoridades constituidas, para sostenerlas o reestablecerlas o si hubiesen sido depuestas por la sedición, o por invasión de otra provincia. Un tuiter a las 4 de la madrugada desde un free shop de Panamá no parece ser el mejor mecanismo para pedir ayuda federal.

 

 

La protesta se replicó en varios puntos del país y los rumores se hicieron carne también aquí, en Misiones, que ya tuvo su experiencia con una revuelta policial que mantuvo en vilo a la ciudadanía durante varios días.

 

 

Pero la situación no es la misma del año pasado y la mesa de negociaciones está abierta permanentemente. Ahora, el ministro de Gobierno, Jorge Franco, anunció el pago de horas extras para los agentes.

 

 

De todos modos, hay un núcleo duro y politizado, que quiere arrastrar a los demás a repetir el enfrentamiento con el gobierno provincial.

 

 

¿Es justo el reclamo policial que desató la furia en Córdoba? Nadie pone en dudas que quien debe velar por la seguridad de los demás, debería ser recompensado en buena forma. Pero lo cierto es que el prestigio institucional de las policías del país no pasa por su mejor momento. La maldita policía bonaerense no es sólo un mal recuerdo. En Córdoba y Santa Fe, donde los policías se amotinaron, sus jefes están denunciados por vínculos con narcotraficantes y hasta un atentado contra el gobernador Antonio Bonfatti. En otras provincias hay numerosos casos, que dejan de ser aislados, de corrupción. Aquí también hay ejemplos que exceden a la fuerza de seguridad provincial y que tienen a gendarmes y prefecturianos que manchan el nombre de las instituciones con vínculos con narcotraficantes.

 

 

Córdoba y Santa Fe son provincias que pretenden deslindar responsabilidades en la Nación, al mismo tiempo en el que sus dirigentes se pasean por cuanto medio haya vociferando contra la Presidenta. Peor aún, pretenden marcar el camino a las provincias «pequeñas».

 

 

Por el contrario, son las provincias «pequeñas», sin estridencias, son las que van marcando el rumbo. Misiones, cuando enfrentó el levantamiento policial no suplicó ayuda federal, sino que afrontó el problema como propio y lo resolvió, no sin marchas y contramarchas, con decisión propia.

 

 

No reparte culpas, sino que, en última instancia, negocia soluciones. Hace poco más de una semana sorprendió la decisión de la Afip de limitar el horario habilitado para el comercio exterior en los pasos fronterizos, medida que coincidió con una lucha frontal que lanzó el presidente paraguayo Horacio Cartes contra la informalidad de paseros que día a día filtran millones de dólares a través de las fronteras, beneficiados por un tipo de cambio que ahora los favorece.

 

 

La resolución de la Afip, que limitó a tres horas el tráfico vecinal fronterizo, provocó una drástica caída de ventas en Posadas y una ola de protestas de comerciantes (que ahora sonríen por las «asimetrías»), que llegaron a bloquear el puente San Roque González de Santa Cruz en conjunto con los paseros.

 

 

El gobernador Maurice Closs no echó culpas, sino que fue a reclamar directamente a Ricardo Echegaray, titular de la Administración Federal de Ingresos Públicos y a las pocas horas, se dio marcha atrás con la resolución, extendiéndose nuevamente a ocho horas el paso de mercaderías.

 

 

Casualmente, la titular de Aduanas, que instrumentó la restricción horaria, fue removida de su cargo. Siomara Ayerán fue reemplazada por el vicejefe de Gabinete, Carlos Sánchez, hombre de absoluta confianza de Jorge Capitanich, que ya viene de desempeñarse en la AFIP. Por estas horas, hay fuertes rumores de la salida de Echegaray, un funcionario leal al Gobierno y práctico, pero que también ha tenido varios traspiés.

 

 

Por estas horas, el mundo entero llora la muerte de Nelson Mandela, el ícono de la lucha contra la segregación racial. Pero se lo recuerda como el líder pacifista que unió a Sudáfrica. Fue mucho más que eso. Fue un líder revolucionario que prefirió seguir en la cárcel antes que entregar sus banderas. Pasó 27 años tras las rejas antes de ser presidente.

 

 

Muchos prefieren recordar, en cambio, esa imagen televisiva, retratada con maestría en la película Invictus, con su casi gemelo Morgan Freeman como protagonista. Lo cierto es que haberse convertido en el pacificador entre blancos racistas y negros oprimidos, tuvo como costo extender el estatus quo. El reparto de la riqueza sigue siendo tan desigual como en la época del apartheid y los negros siguen estando en la escala más baja. Pero ninguno de los homenajes globales parece reparar en este detalle.

 

 

«Yo estoy dispuesto a morir por sus desafíos», dijo Barack Obama sobre el legado de Mandela. Debería empezar pronto para achicar la brecha de desigualdad en su país, que en la última década extendió las diferencias entre los más ricos y los más pobres. Obama sin embargo, no se desprende de la mirada etnocentrista que imprime Estados Unidos a sus dirigentes. El presidente lamentó que la movilidad social de Estados Unidos es incluso menor que la de países como Alemania, Canadá o Francia. Además subrayó que los niveles de desigualdad de ingresos en la primera economía del mundo sean «comparables a los de Jamaica o Argentina».

 

 

El índice de Gini mide hasta qué punto la distribución del ingreso (o, en algunos casos, el gasto de consumo) entre individuos u hogares dentro de una economía se aleja de una distribución perfectamente equitativa, siendo 0 el número de la equidad perfecta, mientras que un índice de 100 representa una inequidad perfecta. De los datos publicados por el Banco Mundial y la Oficina del Censo de Estados Unidos, se desprende que en los últimos 10 años, la Argentina pasó de tener 0,5472 en el año 2003, a 0,4110 en 2013; al tiempo que Estados Unidos, en diez años pasó de un índice de 0,4640 a 0,4770, en un lento pero sostenido incremento durante los últimos períodos. Obama debe leer otro diario. De todos modos, admite que «el implacable y creciente déficit de oportunidades es una amenaza mayor que nuestro déficit fiscal en contracción», dijo. “Aunque no podemos prometer igualdad de ingresos, sí tenemos que garantizar igualdad de oportunidades”, declaró.

 

 

La Argentina es el país con menor pobreza en la región. Es además el segundo con menor indigencia apenas detrás de Uruguay, según un informe publicado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Se ubicó en el lote de países que más redujeron la desigualdad entre 2008 y 2012, aun a pesar del desencadenamiento de la crisis financiera mundial y su persistencia en estos años. Para alcanzar estos resultados, el proceso fue el inverso al que tomó Obama. Se privilegió la sustentabilidad social incentivando el consumo y la industria nacional. Se dejaron de lado las recetas financieras tradicionales y la economía creció en medio de la tormenta global. El desendeudamiento fue clave para poder decidir la política económica. Lejos está Estados Unidos de poder tomar un camino similar.

 

 

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